Nos vamos a Marte
Nosotros logramos hace dos días abordar la cuarta nave que parte para la colonia de Marte, donde al menos todavía existe una jerarquía, donde existe un orden, donde las personas siguen las leyes.
El hidrógeno como vector energético se había desarrollado justo a tiempo, y aunque la mayoría nunca tuvimos ni voz ni voto en el asunto, al principio fui de los que creyeron que habíamos —o mejor dicho, habían— logrado salvar el mundo, o lo que quedaba de él. Lo que nadie había previsto era que generaría un problema incluso mayor, y aquí estamos hoy, donde mismo comenzamos.
En el año 2030, cuando todos los planes de Occidente para frenar El Calentamiento se vieron ampliamente incumplidos, nadie se había inmutado, ni siquiera preguntado por qué habían establecido esos planes de decrecimiento, o por qué habían seleccionado el año 2030. Hoy creo que a pocos les interesaban realmente, y que simplemente todos lo tomaron como una suerte de permiso para seguir con el frenesí: «ya había un plan, ahora era el turno de los Gobiernos implementarlo, nosotros a lo nuestro». Los diez años siguientes se encargarían de refrescarle la memoria a cada persona de este planeta —quizás calentársela sería una palabra más adecuada—.
Mis padres habían venido para Guinea Ecuatorial en 2036, cuando yo tenía solo trece años, como parte de una misión diplomática. Ya para ese entonces viajar estaba siendo restringido, y habíamos sido embarcados en un avión de carga, que regresaría cargado de plátanos hacia España. Recuerdo que habíamos comido algunos al llegar, mientras los cargaban a ellos y nos descargaban a nosotros. Su frescor me había devuelto el alma al cuerpo luego del agitado viaje.
En aquel momento ya había olvidado hasta el sabor del plátano, claro, como las Canarias —y todo el norte de África— se había vuelto inhabitable, con temperaturas de hasta 70 grados centígrados a la sombra, el suministro ahora era muy reducido y solo lo podían conseguir aquellos con muchos recursos.
Inicialmente, la misión de mi padre era de 3 años, pero al poco tiempo de llegar tuvo lugar la primera GHW —GHW es como se le conoce a las olas de calor globales, y son las siglas de Global Heat Wave, acuñado por los estadounidenses—, para la que nadie estaba preparado. Las temperaturas habían aumentado repentinamente un buen día, sin aviso previo, en casi todo el mundo, llegando hasta los 56 grados centígrados donde nosotros estábamos. El caos se había desatado por doquier, y los viajes se habían casi que restringido por completo, por lo que no se nos permitía regresar a España. Así quedamos nosotros en Guinea Ecuatorial, en un país del que solo conocía, por suerte, el idioma.
A mi padre se le encargó una misión importantísima en la embajada. Él era el encargado de las relaciones ambientales entre los dos países. Aunque realmente era una suerte de inspector encubierto, que debía velar porque nadie se saltase las restricciones establecidas, ahora sí severas y serias, para evitar que las temperaturas siguieran aumentando.
Tuvimos que pasar seis largos años luchando contra el calor, contra la escasez y contra las restricciones de todo tipo: alimento, movimiento, consumo de recursos, energía. Aún recuerdo los cortes de electricidad que duraban días.
A principios de 2047 habían por fin difundido la noticia de que la tecnología de los catalizadores estaba lista para ser escalada a niveles globales. Por la radio explicaban que estos catalizadores innovadores eran capaces de capturar el dióxido de carbono y lo juntaban con el hidrógeno, convirtiéndose todo el sistema en ácido fórmico. Luego transportaban el ácido fórmico de un lugar a otro, donde extraían el hidrógeno y lo convertían en energía.
Recuerdo que todos estaban muy excitados con la noticia, y más aún cuando comenzaron a ver que realmente éramos capaces de obtener energía, a la vez que capturábamos dióxido de carbono. Así se pusieron en marcha cada vez más plantas de recopilación, de almacenaje, de distribución, y los medios que ya teníamos desde hacía algunos años que empleaban hidrógeno como fuente de energía ahora se multiplicaban. El planeta comenzaba, al menos, a ponerse en movimiento nuevamente.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que casi todo regresase a la normalidad. Es cierto que afuera aún hacía calor, pero también en este sentido se notaban mejorías. Mi prima Carlota me contaba por video, un poco antes de que nos hicieran regresar a España —finalmente— lo feliz que estaba de ver la nieve por primera vez en su vida, y hacerlo en Madrid. ¡Yo quería haber estado allí también! La sensación de júbilo que se apoderó de la ciudad debió de haber sido enorme, por doble partida: por la nieve y porque todo estaba regresando a la normalidad, con mucho del dióxido de carbono que había emitido la quema de combustibles fósiles ahora atrapado en enormes tanques que enviaban al espacio.
Mientras todo este júbilo tenía lugar, a nuestras espaldas las corporaciones del sector del hidrógeno almacenaban cada vez más de este, para luego venderlo. Así comenzó el principio del fin.
El proceso parecía solo tener ventaja. Tomaban el agua del mar, la separaban en un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno. Los dos de hidrógeno los unían a una molécula de dióxido de carbono para formar el ácido fórmico, el que podían luego transportar fácilmente y sin peligro. En las mismas plantas donde producían el ácido fórmico liberaban el oxígeno que separaban del hidrógeno a la atmósfera, y en las plantas en que recuperaban el hidrógeno del ácido fórmico almacenaban el CO2 en tanques para ser usado luego, o enviado al espacio exterior.
Con tanto hidrógeno atrapado, el nivel del mar, de donde extraían la mayoría, había descendido. Y a su vez los ríos. Al principio eso había sido ventajoso, pues como consecuencia del derretimiento de los glaciares debido al calor de los veinte años anteriores, estos habían reclamado zonas completas de ciudades, que ahora iba regresando poco a poco. Sin embargo, cuando comenzó a dejar de llover fue cuando todos nos dimos cuenta de que una vez más, estábamos frente a un dilema.
El agua dulce comenzó a hacerse cada vez más escasa, ya que no había suficiente hidrógeno libre para que se formase naturalmente en la atmósfera. Fue ahí cuando comenzaron a hacer agua dulce de la salada, y las costas se convirtieron en blancos desiertos quemados por la sal.
Las personas sentían sofocación todo el tiempo, intoxicadas por las altas concentraciones de oxígeno que inundaban la atmósfera, y que eran producto de su liberación desmedida al separarlo del hidrógeno. Ahora todos llevaban una máscara acondicionadora para poder respirar.
Habíamos dividido los elementos básicos de la vida, y pretendíamos poder controlarlos como si de alquimia se tratase. Ahora nos encontrábamos ante la encrucijada de si energía o si respirar.
Nosotros logramos hace dos días abordar la cuarta nave que parte para la colonia de Marte, donde al menos todavía existe una jerarquía, donde existe un orden, donde las personas siguen las leyes. O al menos eso dicen, porque yo no he estado en Marte, pero sé que no hay árboles como los que pintan en los anuncios. Dejamos atrás un mundo en el que ya no se puede ni respirar, y vamos para otro en el que nunca se ha podido, y nunca se podrá.
Por cierto, dicen que una fuerte tormenta de arena ha desenterrado varios cuerpos del camposanto. Ahora se pasean, flotando, congelándose en las noches y descongelándose en el día, por todo el planeta, como si fuesen globos. A Elon aún no lo encuentran.
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