Morirse de arte, I
Normalmente, las personas confían en otras, y les dan créditos, a medida que las conocen, y nosotros los cubanos somos totalmente a la inversa. Creemos que todo el mundo es amigo nuestro.
Nunca preví que aquella decisión me fuese a joder tanto en la vida, mucho menos cuando todos decían que era mi grán oportunidad.
Hacía varios años que mi orquesta y yo no viajábamos a Europa, sobre todo a Italia y a Francia, donde sorprendentemente nos recibían mejor que en España. Siempre me pareció que había una batalla oculta entre aquellos que escuchaban Coplas y aquellos que hacíamos Son, pues la rectitud esbelta y estructura métrica de los primeros no parecía aceptar fácilmente la dejadez y holgura de los segundos. Me decía mi padrino Cárdenas que el ritmo es como la felicidad, que envenena el alma de aquellos que no lo poseen. Pero eso ya es otra historia.
Ya de por sí en La Habana habíamos tenido problemas para obtener los pasaportes, y recuerdos que el del Alberto, el baterista, no hubiese salido de no ser por una amistad de mi tía Caridaita que trabajaba en el Ministerio de Cultura y pudo resolvernos un autorizo para salir. Luego, las visas para hacer escala en Ciudad de México se nos trabó también, y justo el día antes de salir fue que nos las dieron.
Con todo aquel estrés migratorio, la presión de los organizadores del concierto en la sala Kristka de Moscú al ver que los dejábamos sin artistas delante de un público con entradas pagadas, y la perorata de mi madre diciéndonos que aquel viaje estaba maldito y que no debíamos ir, por poco me vuelvo loco. Pero hacía dos años que no salíamos de Cuba, y los ahorros comenzaban a desfallecer. Así que dejé de un lado todos los contratiempos y supersticiones: si ya estás arriba del burro, dale palos.
Pero si la organización del viaje fue extenuante, he de admitir que el viaje en sí fue interminable. Salíamos desde La Habana a las tres de la tarde hacia Ciudad de México, luego de ahí partíamos hacia Paris, y finalmente hacia Moscú, a donde llegábamos luego de casi 42 horas. Todo pasó sin contratiempos, la verdad, ni turbulencias, que siempre me los ponen de corbata. En el viaje de regreso hacíamos el mismo recorrido lo que en sentido inverso, o al menos eso pensaba yo.
Ha decir verdad, s había sentido el ambiente muy cargado en el grupo, y a pesar de que sospeché que algo se estaba cocinando, nunca me imaginé que se fuesen a quedar todos en Moscú, y menos aún que me lo ocultarían casi que hasta el final, luego de haber cobrado, claro.
—¡No coman pinga! —Fue lo único que me dio tiempo a decir antes de que se me convirtieran en témpanos de hielo las piernas, dejara por completo de controlarlas, y me cayera de espaldas en el suelo entre nevado y mugriento de Moscú.
—Es que sabíamos que tu no te ibas a montar en este tren, mi hermano, porque tu tienes a tu mamá allá en Cuba y no la ibas a dejar; y bueno, decidimos no decirte nada. Primero para que no te enredaras en el interrogatorio a la salida, y segundo porque tu sabes que allá nadie sabe quién es de la jugada. —Me dijeron luego de varios minutos de reanimación cuando ya había comenzado a recobrar el color.
Mi segunda reacción, una vez volví en mi, fue fajarme con todos, pero eran cinco, y yo siempre había sido de los más flacos: me controlarían fácilmente. Así que, con el mundo hecho pedazos, me terminé de incorporar, sacudir un poco el abrigo (lo que empeoró la cosa), aceptar la situación y regresar al hotel.
Aquella noche fue eterna. Siete años llevaba yo trabajando día y noche en aquella orquesta, para que ahora se desvaneciera por completo. Claro que siempre podía comenzar nuevamente, pues los derechos sobre las canciones eran míos, y también la mayoría de la imagen, ¡pero óyeme!, como quiera que fuese, comenzar de cero nunca es fácil.
El viaje de regreso fue un poco más agitado, sobre todo sobrevolando el Atlántico, lo que me hizo llegar con aquello en la garganta, pero lo que en verdad terminó de sacármelos por la boca fue cuando me dirigieron hacia uno de los cuartos de Inmigración para, como era evidente, preguntarme que dónde estaba el resto de la orquesta. Esta es una de esas cosas que a todos nos encendía de rabia desde pequeños, te juro que quisiera que me tragase la tierra cuando alguien me dice, o hace alusión, a la frasesita: "Aquí pagan todos justos por pecadores". Pero tenía que verme contenido una vez más ante el oficial que me preguntaba, e intentaba inculparme a mi, por el resto de los integrantes. Que si ya tu lo sabías, que si tenías que haberlo informado, que si te cerramos la empresa musical. Y yo lo único que atinaba a decir era: "Pero si yo estoy aquí, los que se quedaron fueron ellos." Nada, a aquella gente no hubo quien les hiciera entrar en razón, y se me prohibió cantar en la Isla.
Mi madre fallecería unos meses después de aquello y, ahora si, sin nada que me atase, ni algo que me empujase, estaba realmente estático como los barcos con marea muerta, en pausa, decidí que la única salida era irme pal' carajo. Aunque quizás nunca debí haberlo hecho.
Mi mayor miedo era que, empeñado o último de mis ahorros en el boleto de avión, estuviese mi nombre en la lista de Regulados, creo que este es un miedo visceral de todos los cubanos, y no me dejasen salir. Pero, vaya usted a saber por qué, no lo estaba: no me dejaban vivir, pero si irme, es como si no me quisieran, como si no me necesitasen.
Realmente irme a los Estados Unidos no quería, nunca me habían gustado, y además todos sabemos que Miami es un maldito cementerio de artista cubanos. Así que pedí visa de visitante para París, y rumbo a Galia me dispuse. Yo había hablado de antemano con Éric Rabiot, que tenía un café en Saint-Denis, cerca del Stade de France, pero del otro lado del canal, para ver si podía comenzar a cantar ahí ciertas noches, o si fuera por mi todas, hasta estabilizarme.
Y así fue, allí comencé tres noches a la semana, y si bien el público no se volvía loco, en parte porque era solo guitarra en un local a todas luces de piano, tampoco me sentí nunca mal recibido.
—Si yo tuviera una orquesta tu verías como yo te pongo a bailar a todo el mundo aquí. —Le decía yo a Éric, acentuando mi Español con terminaciones raras a ver si se convertía por arte de magia en Francés. Yo creo que Éric entendía poco de lo que yo le decía, porque se me quedaba mirando, como esperando más, y de pronto esbozaba una risa forzada y condescendiente.
Pero los cubanos tenemos el mayor defecto del mundo. Normalmente las personas confían en otras, y les dan créditos, a medida que las conocen, y nosotros somos totalmente a la inversa. Creemos que todo el mundo es amigo nuestro, de toda la vida aunque solo hayamos compartido una cerveza, y luego nos llevamos siempre pescozones de la vida cuando esperamos algo a cambio de una amistad que nunca existió. Pero ese no es el defecto, el defecto es que no aprendemos. Nosotros vivimos en el presente, y solo vemos hasta dos semanas en el pasado: sucesos anteriores es como si nunca hubiesen tenido lugar. A veces me pregunto si esto ha sido siempre así, o si es simplemente una característica inculcada a todo revolucionario desde pequeño en aras de la continuidad.
Sobra decir que yo veía en Éric a un amigo, cuando en verdad solo era el dueño del bar en el que yo cantaba. Así, cuando me quedo sin papeles pues se me acabó la visa de turismo que tenía, se me acabó también el trabajo. Me quedé más frío que la pata de un muerto.
—Pero si mi visa no me permitía ni trabajar y estaba trabajando, ¿que cambió ahora? ¿Y por qué tuviste que esperar para decirme esto ahora so maricón?
Estoy seguro que no entendió la ofensa verbal, pero si que comprendió el nivel de mi enfado cuando con rosada tinta mis dedos quedaron marcados en su cara cual tatuaje. Esto me costó unos cuanto golpes del gorila de la puerta, y por suerte no fue a mayores, pero esta era la tercera vez que me jodían en el último año, y en las anteriores había explotado para mis adentros de tanto genio.
Así me vi en la calle, con una mano delante y la otra detrás, cuando al poco tiempo se acabó mi alquiler. Pero el cubano es echado para adelante, o quizás sea que tiene un segundo defecto: la falta de percepción a futuro. Pero el caso es que decidí irme a tocar a las puertas del Louvre, y en el metro. Nunca me vi como un mendigo, porque los mendigos son los que piden y no buscan mejorar, y yo estaba luchando con todas mis fuerzas para encontrar un trabajo que me mantuviera, mientras cantaba para los apurados transeúntes, pero no es fácil en una sociedad donde patinar en un peldaño significa que todos se van a apartar y dejarte rodar, para que no los tumbes a ellos.
Pero el día en que todo cambió fue aquel gris y apagado jueves en que, ya eran las tres de la tarde y aún no había comido nada. No porque no tuviese algunos euros para comprar algún pain au chocolat y un café, sino porque había sobre estimado mis fuerzas y me había extendido en mi concierto público matinal. De pronto comencé a sentirme un poco mareado, un frío en la manos, y sudoraciones por todo el cuerpo. Intenté erguirme y el mareo me hizo apoyarme en el piso, y fue ahí cuando comprendí que estaba sufriendo una hipoglucemia.
Al levantar la vista, vi que pasaba en aquel momento frente a mi improvisado escenario una muchacha joven, vestida de traje azul oscuro, y con mis últimas fuerzas levanté también el brazo derecho, en señal de ayuda, a la vez que en mi francés machucado se la pedía verbalmente, y buscaba con mi mano izquierda en el bolsillo del pantalón un billete de diez euros para que me acercase un jugo desde el café más cercano.
Ante mi reclamo, vi como la muchacha curvaba su cuerpo, para alejarse aún más de mi, como si los dos metros que ya nos separaban no fuesen suficientes, y continuaba su camino a paso apresurado, inmersa en un mundo que le contaba algún inútil por sus audífonos, y haciendo caso omiso a mi, y al mundo real que la rodeaba.
Fue entonces cuando comprendí que para aquella gente yo era un vagabundo, uno que no merecía ni la más mínima ayuda. Había dejado de ser persona, y me había convertido en un ser invisible que solo aparece a la vista cuando intenta interactuar con sus semejantes, pero estos le devuelven no atención, sino desprecio.
Todo el día estuvo resonándome en la cabeza aquella frase de Zafón en La sombre del viento: “París es la única ciudad del mundo donde morirse de hambre es todavía considerado un arte”.
Solo que el único que me consideraba artista era yo, y nadie más.