La última cena
El amargor de las despedidas se camufla con el dulzor de una embriaguez necesaria al alma para poder sobreponerse a la devastadora desolación de saberse con caducidades.
Hace cuatro años que vamos con relativa frecuencia a la casa de S- a festejar que finalmente el sábado en la noche ha llegado, y que trae consigo la libertad de expulsar la bilis acumulada durante los días anteriores, a veces semanas o meses, incluso años. Ésa sala se ha convertido, hace mucho tiempo ya, en un templo para rajar y liberar tensiones.
Al principio era una fiesta inimaginable para un cubano, una en la que solo se come, se bebe y se conversa. Sin juegos de dominó, sin un cerdo flaco sacrificado, sin ron, sin gente bailando y gritando, y sin la más mínima probabilidad de que algunos de los participantes terminen batidos en beodo duelo.
Pero poco a poco nos fuimos acostumbrando, y no sé si el paso del tiempo y la madurez (¿vejez?) asociada han aportado a ello, pero ahora lo prefiero mucho más que salir de “fiesta” toda la noche en antros de perdición con borrachos impúdicos, gente que te empuja por todos lados, una música exageradamente alta, unos precios enervantemente elevados y un calor y sed intencionados para convertir inversión en desmesurada ganancia.
Pero como comienza a ser cada vez más frecuente, otro capítulo se cierra, y la incertidumbre de no sabernos con la posibilidad de refugiarnos en los santuarios de antaño cuando haga falta es aterradora. Hay que seguir moviéndose hacia adelante, como dicta la práctica social, y es precisamente esa forma de asumir las despedidas la que posiblemente haya hecho que el domingo pasado todos los que hemos sobrevivido a esta Gran Dispersión y nos encontrábamos allí, no reflejásemos la más profunda tristeza al saber que aquella fue, muy probablemente, la última cena, sólo alegrías.
Casualmente, el día anterior hablábamos con M&J de un tema parecido, también de la Gran Dispersión, pero la de los cubanos. Pareciese (¿pareciese, o es un hecho?) que nacemos con la enorme cruz del exilio en nuestras espaldas, y todo lo que esta trae asociado. Hacemos amigos en la niñez y adolescencia que nos durarán una vida, con los que siempre podremos contar, pero sólo para separarnos completamente unos años después. Y mientras esta tragedia sucede, en la que no sólo ponemos distancias enormes entre nosotros y esos compañeros de viajes, sino también con nuestros abuelos, padres, hermanos, tíos, con nuestra tierra, tradiciones y cultura, sólo nos queda bailar al ritmo de aquella canción que reza
Cómo me libero de esta carga
amarga.
Cómo no hago de la vida
despedidas.
¿Cuánto olvido cabe en el adiós?
¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto?
— Buena fé, “Despedida”.
Nada puede andar muy bien en la tierra de los mortales cuando el sueño de un niño es irse tan lejos como sea necesario de allí donde nació, ni cuando para progresar los adultos tengan que separarse de quienes quieren. Pero ahí vamos, ungiendo bálsamos sobre las almas para sanar las heridas del tiempo y las circunstancias, incluso para algunos de encontrarse con “la maldita circunstancia del agua por todas partes”.
Aquí algunas de las fotos que han sido tomadas durante estos años por S-, y que en su secuencia reflejan la conversión de lo colorido y juvenil en taciturno y provecto.