Sólo pierden el metro aquellos que corren para tomarlo
Una historia en que me vi envuelto hace algunos días y de la que, quizás mezquinamente, recordé que estar felices es una cuestión de actitud.
Hace unos días amaneció lloviendo, como es de costumbre en esta región del sur de Francia. Se había pasado así toda la noche anterior, y el día anterior, y el anterior. Fue una de estas semanas donde no vimos el sol y todo estaba mojado, hasta los huesos.
Sin embargo, la lluvia se había apaciguado y ahora era lo suficientemente fina como para caminar bajo ella con paraguas y solo mojarse los pies, no por la lluvia, sino por el agua que ya estaba en la calle y que los zapatos levantan impertinentemente hacia el empeine. Por tal motivo, al llegar a la parada del bus y ver que demoraba 15 minutos en llegar el próximo, pues justo había perdido el anterior, decidí ir caminando ese día al trabajo, a pesar de la lluvia.
En mi recorrido siempre parto desde el centro de la ciudad hacia las afueras, donde se encuentra la universidad. La primera mitad del trayecto es irremediablemente entre calles cargadas del humo de los autos que de vez en cuando, además, te salpican agua al pasar. Pero luego comienzan a verse zonas verdes, hasta que surge detrás de La Poste el inicio del campus universitario en una suerte de paraíso para todos aquellos que, como a mí, el gris del concreto nos es claustrofóbico.
No es este un recorrido ajeno, pues siempre que no está lloviendo lo hago con mucho gusto: mi abuela paterna tiene una salud de hierro, mucho más si la comparas y pones en perspectiva con la situación de otras personas de su edad, y si así ha sido, muchos se lo atribuyen a su voluntad inquebrantable de caminar enormes distancias diariamente. Sabiendo entonces que con suerte he heredado algunos de esos genes, y que caminar los debería activar (al menos en mis más profundos deseos), lo hago tan frecuentemente como pueda para (seguro que infructuosamente) tener a los 80 años una salud similar.
Justo allí, donde había comenzado a dibujarse el verde, vi salir de un edifico a mi derecha a una madre con dos niñas, todas con enormes mochilas; las niñas rodaban las suyas, quizás imposibilitadas para cargarlas. Yo crucé la calle a la izquierda, buscando la senda central entre las dos calzadas, plagada de árboles que tupen el cielo del camino, ávido por respirar algo más que el humo de la combustión. Ellas venían a 10 metros detrás de mí, y en un momento comenzaron a correr, pues del otro lado justo había llegado el bus que evidentemente intentaban tomar. Al pasar la calle, entrando en la acera que ya yo dejaba atrás, sentí un golpe y al voltearme, la madre y una de las niñas se habían caído de bruces. La niña lloraba, la madre gritaba a los cuatro vientos que no se podía creer que fuesen solo las ocho de la mañana y ya el día le fuera de esa manera. Algunos nos acercamos a ayudar, pero nada podíamos hacer, ni para calmar a la niña, ni para mejorarle el día a la madre. Finalmente perdieron el bus.
En mi imaginación surgió la posibilidad de que aquella mujer tuviese ese día una entrevista de trabajo, luego de varios meses de búsqueda y en situación de precarieté, como le dicen aquí en Francia a las personas que no tienen ingresos suficientes para mantenerse adecuadamente (¿holgadamente?). Pero la verdad nunca la sabremos los que por allí pasábamos (ni ustedes ahora).
Al continuar mi camino pensaba, quizás muy mezquinamente, en la idea aquella que había leído hace algunos meses en El cisne negro: “Solo pierden el metro aquellos que corren para tomarlo, los que no se apuran y lo dejan ir simplemente toman el siguiente que llega, generalmente, en 3 minutos”.
En ocasiones nos encerramos en estados mentales muy perjudiciales, y solo viendo en perspectiva nuestra situación real (lo que toma en ocasiones más que simplemente contar hasta 10) podemos salir de ellos. Como rezaba aquel segmento publicitario en la televisión cuando era pequeño, “vale más perder un minuto en la vida, que la vida en un minuto”, y como nos decían (nos dicen) las madres y abuelas en estas situaciones: “vísteme despacio, que voy de prisa”.
Es difícil reconocer que llegar 10 minutos tarde no es lo que te hará perder el trabajo, y que más vale una mañana calmada y feliz, plagada de momentos azules, que apresurarse para llegar a aquel bus que de cualquier manera no vamos a tomar. La felicidad en nuestros días es cuestión, generalmente, de actitud.